Asedio y caída de Madina Mayurqa

Palacio de la Almudaina (Palma de Mallorca)
Palacio de la Almudaina (Palma de Mallorca)

Tras unos fallidos pactos de rendición, Mallorca es conquistada por la fuerza el 31 de diciembre de 1229.

"Remontamos poco a poco la sierra de Porto Pi, desde donde vimos Mallorca, que nos pareció la ciudad más bella que jamás hubiéramos visto, ni yo ni los que estaban con Nos" (Crónica, cap. 67).

Jaume I acaba de derrotar a las tropas musulmanas en la batalla de Santa Ponça. Desde el campamento donde ha quedado instalado el ejército queda maravillado del enclave que se propone conquistar.

Los sarracenos se han recluido en el interior de Madina Mayurqa, un sistema defensivo conformado por tres recintos: la ciudadela, la ciudad vieja y la ciudad nueva. Cada uno de éstos protegido por torres, con fosos los dos últimos.

Inicio de las operaciones de asedio

Las tropas se han aproximado y se instalan en el llano. Muchos de los peones duermen todavía en las naves. En el campamento real, bien protegidos, reposan junto al monarca los caballeros del rey y los nobles.

El asedio tardará un tiempo en alcanzar su objetivo. Hay que montar y preparar las maquinarias de guerra: el fundíbulo, la mangana turca, los trabuquetes, las algaradas para lanzar las piedras y los manteletes para proteger el acercamiento a los muros de la ciudad. Los lanzamientos deberán deteriorar y perforar las defensas. En paralelo se inician las labores de minado.

La crónica musulmana explica el efecto que produce en la población mallorquina: “Disparaban proyec­tiles de más de veinte arrobas, que henchían los corazones de terror. Los lanza­ban al interior de la ciudad y por ello aquel sector donde caían las piedras era evacua­do”.

La escaramuza de Infantilla

En un momento de la batalla se produce un acto de sabotaje sobre el campamento cristiano por parte de un grupo de sarracenos capitaneados por un tal Infantilla. A espaldas del ejército cristiano, corta el curso de la fuente de la que se nutre la hueste de Jaume I.

Nunó Sanç al mando de trescientos caballeros arregla la situación. La cabeza de Infantilla es lanzada como proyectil al interior de la ciudad. La población empieza a  inquietarse ante la firmeza de los asediadores.

La ayuda de Ben Abet

Las deserciones en el campo musulmán empiezan a producirse y Jaume I recibe un mensaje de Ben Abet, jefe de una de las doce partidas en las que estaba dividida la isla según la administración árabe. Ofrece socorro y víveres a los cristianos. La Crónica habla de un primer abastecimiento de “veinte caballerías cargadas de avena, cabritos, gallinas y uvas”. Resolver la manutención de las tropas es una cuestión vital para aguantar todo el tiempo que durará el sitio  y evitar la desmoralización del ejército. Para Jaume I, este personaje es un ángel enviado por Dios.

Abu Yahya, enterado de la traición, reacciona con disgusto: “los rüm (cristianos) les embaucaron desplegando con ellos tal generosidad, que era imposible que los débiles la desdeñaran. Creyeron que su sabor era dulce al paladar cuando, en realidad, se trataba de un veneno rápido y mortal”. (Crónica árabe).

Deterioro de las defensas musulmanas

Pronto los cristianos comienzan a destruir las defensas de la ciudad. Los minados llegan hasta los pies del muro y las torres empiezan a desmoronarse. El foso se cubre de tierra y ramaje para que la caballería pueda acercarse a la muralla.

La resistencia de los musulmanes es encomiable. Cada brecha abierta por los sitiadores, queda reparada inmediatamente por la noche. Los sarracenos, devolviendo la jugada de Jaume I de lanzar la cabeza de Infantilla, atan a las murallas a cautivos cristianos, para convertirlos en víctimas de su propia munición. 

Hug, conde de Ampurias, se sitúa al frente de los trabajos de minado, jurando no salir del agujero hasta conquistada la ciudad.  Ha hecho tallar en su mina una gran sala en la que se ha establecido, donde pueden permanecer hasta doscientas personas con suministro de aire. Los trabajos de minado son esenciales para socavar los cimientos de muros y torres.

“Intentaron adentrarse en la ciudad utilizando la fuerza de las corrientes de agua…. Así pues, perforaron y cavaron… Vivían en el interior de la tierra a modo de fetos y todos ellos se afanaron como lo hace un dragón en su madriguera” (Crónica árabe).

Los esfuerzos cristianos acaban haciendo mella en la moral de los musulmanes. “Con cada destrozo la muralla era más y más vulnerable. De manera que la adversidad, golpe tras golpe, en inútil convertía toda reparación. Hasta al más optimista le ganó el desa­sosiego, convirtiéndose en cantilena de las conversaciones privadas el que no había salvación posible” (Crónica árabe).

Propuesta de pactos

Dada la gravedad de la situación, Abu Yahya acude con propuestas de pactos. El primer gesto de aproximación llega cargado de suficiencia. Las negativas del monarca cristiano convierten la posibilidad de pactos en un callejón sin salida. La última propuesta, en la que Abu Yahya ofrece un abandono masivo de la ciudad y un pago de dinero, y que Nunó Sanç y el monarca ven con buenos ojos, es rechazado por la presión de los nobles adscritos a la familia Montcada, que claman venganza por la muerte de Guillem y Ramon en la batalla de Santa Ponça.

El asalto final

El invierno y la época de lluvias hacen su presencia. Las murallas y las torres van cediendo al acoso constante de las maquinarias. Han pasado ya más de cuatro meses desde el desembarco en Santa Ponça y el ejército cristiano se prepara para el asalto final.

El día de Navidad ya están organizados los últimos preparativos. La decisión está tomada. El último día del año será la fecha señalada. Todos juran valor para el día del combate y voluntad de no abandonar posiciones en el transcurso de la batalla.

La noche anterior un peón de las minas, que ha conseguido penetrar los muros, describe una ciudad fantasma: cadáveres por las calles y las plazas, sin nadie que defienda el tramo abierto. Puede ser buen momento para la sorpresa. Jaume I, con buen criterio, descarta la posibilidad de avanzar por la noche. No se fía de su gente. Si de día los peones desertan, al amparo de la oscuridad la posibilidad de desbandada es mayor. Además de la dificultad de distinguir las tropas propias de las enemigas.

Al  alba del lunes 31 de diciembre de 1229, festividad de San Silvestre, se produce el asalto final. El enfrentamiento en las calles es intenso. Las crónicas hablan de la presencia de un caballero anciano armado de blanco, que asocian a la imagen de San Jorge. La lucha más encarnizada tiene lugar en la actual calle de San Miguel. El emir de Mallorca, montado en un caballo blanco, se esfuerza en animar a sus soldados. Pero es líder de una causa perdida.

Las tropas cristianas llegan hasta la Almudaina y comprueban que se han cerrado las puertas, dejando en el exterior una alfombra de cadáveres. Pero Abu Yahya no está dentro. Un informante delata al valí, que es capturado en el interior de una casa en la que se ha ocultado. Llevado ante Jaume I, le coge de la barba para cumplir un juramento. Agarrar a un hombre de las barbas en aquel tiempo era la mayor de las afrentas. El rey le perdona la vida y reserva para sí la propiedad del alcázar. Pero el destino final del valí será bien diferente.

El saqueo fue de tal magnitud que el rey en su crónica se queja de que “ni hasta transcurridos ocho días se presentó en nuestra casa ninguno de nuestros sirvientes, pues estaban tan satisfechos con los despojos, que nadie pensaba en volver con Nos” (cap. 88)

Tras la derrota huyen a la montaña unos treinta mil musulmanes, entre hombres y mujeres. Las fuentes árabes hablan de 24.000 seres que murieron a cuchillo durante la toma de la ciudad. “Las nubes que manaban sangre alimentaron el agua de los charcos de aquel día”.

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